La gran belleza: el encanto de lo mundano

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Roma. En la actualidad. Ampulosos movimientos de cámara muestran la belleza de la Ciudad Eterna, cuna de civilización e imperio, compedio de lo que Europa es y representa. De la contemplación de la belleza a plena luz pasamos sin escalón alguno a la vorágine festiva nocturna, a la vacua noche romana, donde Gep Gambardella, autoproclamado «rey de la mundanidad», es su alma. Un periodista sesentón que aún vive del éxito de su única novela y de los recuerdos de una inocencia adolescente perdida. Su mundo ahora son las reuniones entre reflexiones cínicas y pedantes performances artísticas, rodeado de lo “mejor” de la sociedad romana y contemplando desde su atalaya frente al Coliseo la decadencia de una sociedad y una época que más que vivir devora ya sin pasión alguna. Así comienza La Gran Belleza y así continuará, porque no hay argumento concreto salvo el pasado, presente y poco futuro de unos personajes a la deriva entre fiestas, charlas y eventos sociales que muestran la vacuidad y el hedonismo de la élite, la podredumbre del sistema.
Paolo Sorrentino nos trae su película más redonda y compleja, una casi obra maestra. El cine italiano, en plena forma y en mi opinión el que más ofrece en el panorama europeo con diferencia, tiene en este film su quizá mejor exponente este año. Tras su éxito en festivales y haber arrasado en los premios del cine europeo, se ha estrenado en España este complejo fresco donde se muestran las miserias humanas, entre opulencia, poses, cinismo, frustración y nula esperanza de futuro salvo puntuales ilusiones artísticas de algún miembro del variopinto grupo. Vidas rotas, sueños frustrados, relaciones vacías… En el centro de todo ello, Gep Gambardella, interpretado magistralmente por Toni Servillo (Premio al mejor actor europeo), actor fetiche de Sorrentino (L´Uomo in Più, Las consecuencias del amor, Il Divo) y el probablemente mejor actor italiano del momento.
La gran belleza requiere de más de un visionado porque el análisis inicial es por fuerza superficial. La vacuidad exterior de sus protagonistas es sólo la punta del iceberg de varias capas que van descubriendo, en las quizá demasiado largas 2 horas y media de metraje, la profundidad de sus propuestas. El escenario romano no es sino la acotación de un análisis general de la situación actual, de la crisis de valores y la pérdida en sus más amplias modalidades: de la juventud, de la ilusión, del amor, de la religión, de lo sublime frente a lo mundano, de la fe en el ser humano. La belleza de una ciudad que se muestra en todo su esplendor pero cuya majestuosidad queda en parte eclipsada por las miserias humanas que se van descubriendo a través de la descreía y melancólica mirada de Gep y sus dardos dialécticos envenenados, lleno de verdades incómodas.
Estamos ante un film de autor y un ejercicio de estilo que te atrapa por momentos, te resulta inabarcable en otros, hipnótico, con la sensación de estar ante una película trascendente, un homenaje al mejor universo felliniano, estilísticamente actualizado pero mostrando cómo Roma y el espíritu humano van de la mano, causa y consecuencia del otro, ambos vacíos y sublimes al mismo tiempo. Gep Gambardella encontró de joven la belleza sin buscarlo y ahora está anclado en una búsqueda estéril de la misma. Sólo logra contemplación vacía, como su existencia, conformándose con una pose digna y un doloroso conocimiento de la realidad. Cine con mayúsculas, profundo y complejo en forma y fondo.